La famosa grieta no fue magia. El régimen de los Kirchner planteó la división de la sociedad como una de las principales políticas de Estado. El ideólogo de esa estrategia fue el fallecido Ernesto Laclau, un filósofo y politólogo posmarxista y gramsciano que reivindicaba el neopopulismo, que es el sistema que rige en Argentina, Venezuela y Ecuador, por citar algunos casos. El conflicto es la esencia de la democracia y no hay democracia sin conflicto, sin antinomia y sin confrontación. Esta debe llevarse al primer plano y siempre debe haber un enemigo oculto para imponerse sobre él en batallas épicas y concitar el consenso del pueblo.
El verdadero líder de masas debe librar una batalla cultural contra todos los enemigos del pueblo, que son todas las instituciones y sectores “conservadores” que solo buscan frenar el “proceso de transformación”.
La prensa que informa con libertad debe ser desacreditada porque responde a esos poderes económicos ocultos, los empresarios deben ser perseguidos, trabajadores cooptados, los gobernadores disciplinados, los diputados presionados y la Justicia doblegada. La división de la sociedad es el éxito del modelo, el reaseguro de la democracia. La garantía de que, tornándose el líder carismático en el defensor de los intereses del pueblo, los críticos de él serán repelidos en la vida institucional y vapuleados en las urnas.
En efecto, el pintoresco pensador muerto a principios de 2014, que vivía en Londres pero dictaba recetas para los países pobres de América latina, consideraba que el líder de masas es aquel que gana las elecciones y que en ello consiste el único secreto de la democracia. En las urnas, la voluntad del pueblo es inapelable. Y aquellos que pierden deben ser directamente eliminados del sistema de toma de decisiones. La facción domina, con mano dura y de modo sectario. No deben existir las minorías, salvo si quieren sumarse a la “revolución” en contra de los enemigos del pueblo y de la Nacion. La disidencia es inadmisible.
Las voces críticas merecen ser estigmatizadas, descalificadas, humilladas y escrachadas como la oligarquía, la anti-patria y el cipayismo. Son empleados de los poderosos y por lo tanto toda la crítica que hagan del populismo y de su inapelable noción de la distribución y el populismo, será interesada. Porque sólo defienden poderes conspirativos y destituyentes.
Según el finado Laclau y sus acólitos, el Poder Judicial, el Poder Legislativo, la Constitución, la prensa y el empresariado son poderes fácticos, conservadores y funcionales a los grupos de poder económico y a las corporaciones hegemónicas. Toda la crítica de ellos es inválida.
El neopopulismo es el único camino hacia la ampliación de derechos colectivos, para los cuales, si es necesario, se debe pasar por encima de todos esos poderes ocultos y de los derechos individuales como el de la propiedad, la libre circulación la libertad de cambios o de comercio. Para la Laclau, el único factor valedero de la democracia es el respaldo al líder de masas. Las minorías pasan a ser meras amenazas para el triunfo épico del pueblo.
Por eso, es necesaria, para el éxito de esa revolución, una eficaz división de la sociedad en dos bandos: el de ellos y el de nosotros. Hay que garantizar la antinomia, agudizar las contradicciones y el conflicto. La “democratización” de todas las instituciones supone ponerlas al servicio del poder político que gane las elecciones, porque sólo eso es la democracia. No hay República, con división de poderes. Eso es una noción conservadora y enemiga del cambio. La suma del poder público debe ser del líder que obtenga los votos. Sin contrapesos, sin controles, debe ser total.
La política es la confrontación permanente, según la Biblia de Laclau. Las relaciones de poder son binarias. Nosotros o ellos. Pueblo u oligarquía. Nacional o cipayo. Popular o corporativo. El conflicto es la esencia de la democracia porque permite cristalizar e identificar el enemigo común para poder agrupar a todo el que está en frente y reivindica a la Patria.
El presidencialismo debe ser fuerte y las reelecciones deben ser eternas según Laclau, cuya esposa, Chantal Mouffe, escribió En torno a lo político que marcó a fuego a la Presidenta y a su “vamos por todo”. También la revista de Laclau Debates y Combates fue leída en todos los más altos círculos kirchneristas. De su prédica nació la “batalla cultural” que Carlos Zannini le enseño a los revolucionarios jóvenes de La Cámpora, que aprovecharon esa batalla para encubrir su propia corrupción y hacer caja con millares de sueldos de militantes de corazón y de bolsillo empleados en el Estado.
En el maoísmo que reivindica Zannini de los años 60, la Revolución Cultural se utilizó para eliminar a los enemigos internos que amenazaban al régimen comunista chino. Esa “revolución” costó millones de muertos, pero fueron un precio menor del triunfo del pueblo chino.
La batalla cultural de Zannini y Laclau era más modesta, sólo pretendía sacar de la cancha o dividir al Grupo Clarin y desacreditar a los medios de prensa, empresarios, sindicalistas o partidos que se opusieran al régimen. Pero tuvo efectos colaterales funestos: enfrentó a periodistas, a amigos, a familiares, a empresarios, a sindicalistas, a economistas y dirigentes políticos. Instauró la violencia verbal colectiva como costumbre diaria, un coletazo lamentable del discurso agresivo de las cadenas nacionales; convenció a gran parte de la sociedad de que “el otro”, si discrepa conmigo o se cruza en el tránsito, es el enemigo público número uno. Y tuvo la habilidad de hacerlo bajo el lema de que “la Patria es el otro”.
La confrontación, según Laclau, reagrupa a los pueblos identificando un enemigo externo al que hay que combatir. Es batalla permanente. El líder debe apelar siempre a las masas para legitimarse y fundar su acción en contra de ese enemigo. Muchas de las teorías de Laclau y su esposa Mouffe provienen del teórico nazi Carl Schmitt para quien el enemigo externo es una primera necesidad, esencial, en la política. Porque hace a la diferenciación y a la definición del líder. Este se define en cuanto a la diferencia amigo-enemigo.
Y el enemigo es público, sin atenuantes. Pero sin él es imposible la política. Por lo tanto, no se debe tender a moderar las diferencias, ni disimularlas ni a superarlas, sino a ponerlas en un primer plano. Quizás por ello Cristina Kirchner suele comentar que la justificación histórica del régimen nazi fue la respuesta al Tratado de Versalles, que era una humillación inaceptable para la nación alemana y por lo cual se tornaba comprensible esa reacción popular que entronizó a Hitler. La confusión filosófica e histórica de Cristina Kirchner, y sus consecuencias nefastas para la sociedad argentina, hace imprescindible que el próximo turno presidencial eche mucha tierra sobre los libros de Laclau para tapar la grieta.
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